Ocho países soberanos se reúnen en torno a la cuenca amazónica: la Amazonía, el corazón de América del Sur. Esos ocho estados, todos vecinos de la inmensa selva común, atravesada por los ríos que de todas partes fluyen al gran río madre, y que constituye la avenida del interior sudamericano al océano Atlántico, son los administradores de lo que para muchos es el pulmón del mundo. Junto a ellos hay, además, en una esquina de la Amazonía, un “territorio de ultramar” bajo la soberanía francesa.
La riqueza de la diversidad natural de la Amazonía no ha sido totalmente cuantificada ni tampoco ha sido evaluado su potencial para el desarrollo de los estados vecinos. Es un territorio tan grande -de más de siete millones y medio de kilómetros cuadrados- y de tan difícil acceso en muchas de sus partes que todavía se puede hablar de las “manchas blancas” en el mapa de la Amazonía y de poblaciones que la ocupan que probablemente todavía no hayan tenido contacto con la “civilización occidental”. Poblaciones ubicadas en regiones que, en su mayoría, no se han podido incorporar a los procesos socioeconómicos de los respectivos países de la zona y cuyo potencial turístico no se ha logrado descubrir todavía.
Hace 40 años, mucho antes de que el debate de posiciones en torno a la Amazonía, el desarrollo sustentable, el cambio climático y el futuro del planeta y de la humanidad se hiciera tan público y global, y mucho antes de los horrorosos incendios de cientos de miles de hectáreas en el lado brasileño durante 2018, los ocho países soberanos de la Amazonía suscribieron, el 3 de julio de 1978, en Brasilia, el Tratado de Cooperación Amazónica (TCA).
El potencial de desarrollo de la Amazonía
Los países ribereños se dieron cuenta de que el verdadero potencial de desarrollo racional de la Amazonía y la conservación de la ecología de la zona eran dos factores que se encontraban del mismo lado de la ecuación, y que no era posible alcanzarlos sin un esfuerzo conjunto y coordinado en el ejercicio de la soberanía territorial y sin la gestión alineada de las políticas de todos los estados involucrados. Hubo, en ese momento, un sentimiento de responsabilidad compartida inherente a la soberanía de cada uno de los estados amazónicos. La cooperación entre los estados de la Amazonía habría de servir para facilitar el cumplimiento de esa responsabilidad, tal como lo dice el propio TCA.
El desarrollo económico y social de la Amazonía ha sido, sin embargo, desordenado, a veces caótico, criminal y depredador de ese espacio de selva tropical que es, además, generador de millones de litros de agua dulce día a día. No solamente está el caso brasileño ya mencionado, sino el caso dantesco del Arco Minero en la parte venezolana, o los grandes derrames petroleros en el área que corresponde a Ecuador, sin mencionar la cantidad de descargas contaminantes a los ríos tributarios del Amazonas y a este último. Aquí los afectados más directos son las poblaciones locales, más de 420 pueblos indígenas y comunidades, con el respectivo daño a las riquezas etnológicas del área amazónica. Los daños son irreparables y lo único que puede hacerse es prevenirlos.
Los países firmantes del TCA se dieron cuenta de que los mejores deseos de cooperación indispensable para la protección y el desarrollo equilibrado de la región son meras ilusiones si los compromisos entre ellos no se fortalecían. Por eso, 20 años después de firmado el TCA se firmó una enmienda de ese tratado. El Protocolo de Caracas, de 1998, creó la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA), con personalidad jurídica propia, para así fortalecer los compromisos de cooperación asumidos. Fue un paso importante hacia la supranacionalidad de la Amazonía, como lo destacan los estudios contemporáneos, y desde 2003 funciona la Secretaría General de la OTCA en Brasilia.
El “derecho amazónico”
A pesar de estos progresos, ha faltado lo que los autores más autorizados han llamado un verdadero “derecho amazónico”. Se trata de una normativa que establezca con mayor claridad y precisión los derechos de las poblaciones locales y de cada uno de los países de la región respecto de la Amazonía, incluidos la protección y la conservación del medioambiente, así como los respectivos deberes de los estados parte del TCA.
Es decir, hace falta la normativa amazónica. Pero a la par de ella, y con igual urgencia, es necesario que los estados parte del TCA creen ellos mismos, dentro de la OTCA, las instancias vigilantes del TCA y del derecho amazónico. Es decir, órganos de investigación y fiscalización, una policía amazónica coordinada, y un órgano u órganos de justicia amazónica, que conozcan de los reclamos por violación del derecho amazónico —incluyendo los daños al medioambiente y a las poblaciones locales— y ante los cuales sean responsables no sólo los estados por sus incumplimientos, sino también los particulares por sus delitos ambientales.
La soberanía nacional individual no debe ser obstáculo, como tampoco lo fue en el pasado para alcanzar este resultado. Es la necesaria justicia ambiental amazónica la que se impone, y que además marcaría un ejemplo para el mundo. Se trata de un deber de solidaridad soberana de los países de la Amazonía con sus gentes y con los habitantes del planeta Tierra. Sería esto, al menos, un significativo paso en el desarrollo del difícil proceso de cooperación universal en materia de conservación de los espacios más delicados y más útiles para el presente y sobre todo para el futuro de toda la humanidad.
Eugenio Hernández-Bretón es decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Monteávila (Caracas) y profesor de la Universidad Central de Venezuela y de la Universidad Católica Andrés Bello. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com