‘Babelia’ ofrece un adelanto de Guatemala. Ensayo general de la violencia política en América Latina, de Eduardo Galeano, que publica hoy la editorial Siglo XXI. Se trata de un rescate ampliado de un libro publicado en 1967 pero inédito en España. Tras una visita de Galeano, entre abril y mayo de 1967 a Guatemala, el escritor, de cuya muerte se cumplirán cinco años el 13 de abril, escribe este análisis político del continente, antecedente directo de su libro más importante, Las venas abiertas de América Latina. En el libro se investigan las implicaciones políticas para todo el continente de la situación guatemalteca, un tema sobre el que también trata la última novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos recios.
Breve historia de las víctimas y los rebeldes
“No tenían entonces fuego y Tohil lo creó y se los dio, y los pueblos se calentaban con este, sintiéndose muy alegres por el calor que les daba. El fuego estaba alumbrando y ardiendo, cuando vino un gran aguacero y granizo que lo apagó”.
Popolvuh
“Mis pilotos son rubios y de ojos azules”, dijo una vez el ex presidente de Guatemala, Miguel Ydígoras Fuentes, “pero eso no quiere decir que sean norteamericanos”. La coincidencia física, en este país de indios, no resultaba, por cierto, casual. La intervención de los Estados Unidos en los asuntos internos de Guatemala abarca, desde hace mucho tiempo, todos los campos. La presencia imperialista en el país resulta, por su crudeza, ejemplar: este es un descarnado modelo de la explotación que sufren las atormentadas tierras del sur del río Bravo. Guatemala es el rostro, torpemente enmascarado, de toda Latinoamérica; la faz que exhibe el sufrimiento y la esperanza de estas tierras nuestras despojadas de sus riquezas y del derecho de elegir su destino. Desde los Estados Unidos se ponen y se quitan presidentes y dictadores en Guatemala; desde Wall Street se controla la economía, por la vía de las inversiones, el comercio y los créditos; el ejército recibe armas, adiestramiento y orientación de oficiales norteamericanos que a menudo participan personalmente en operaciones militares dentro del país; la prensa y la televisión dependen en gran medida de los avisos de las empresas extranjeras; funcionarios y técnicos de la Embajada de los Estados Unidos o de organismos “internacionales” ejercen un gobierno paralelo que pasa a ser único a la hora de las decisiones; la Coca-Cola ha sustituido a los jugos de fruta naturales y el dios de los protestantes y los mormones compite con las divinidades mayas, que han sobrevivido escondidas tras los altares católicos. El dominio y la explotación de Guatemala como si fuera un objeto de propiedad privada no es, por cierto, nuevo. Ha cobrado características singulares a partir de 1954, porque la invasión criminal que el imperialismo desencadenó entonces ha marcado a fuego la historia presente del país. La caída de Árbenz fue un eslabón decisivo de una larga cadena de agresiones que ni empezaron ni terminaron con ella. La situación actual no podría ser explicada sin tener muy en cuenta el proceso revolucionario de la década abierta en 1944 y su trágico fin: de aquellos vientos provienen estas tempestades. Las mismas fuerzas que bombardearon la ciudad de Guatemala, Puerto Barrios y Puerto San José a las cuatro de la tarde del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder: ocupan, hoy, el poder real, tras las mamparas que les presta un régimen civil que se proclama, hipócritamente, heredero de la revolución derrotada. De aquel desastre en adelante, el pueblo derribado fue aprendiendo a levantarse por otros medios: en la revolución perdida está también la clave que explica la consolidación y el desarrollo de las guerrillas actuales.
Una conciencia nueva
La colonia quería hacerse patria: hasta 1944, el país había sido testigo y víctima, pero no protagonista, de su historia. Desde largo tiempo atrás, el destino de Guatemala se venía jugando a la suerte de monedas extranjeras, en Wall Street o en Washington o en los cuarteles generales del Pentágono. Encabezada por universitarios y jóvenes oficiales nacionalistas del ejército, la revolución estalló y puso fin al largo reinado del dictador Ubico –un viejo general cuyas simpatías germanófilas no le impidieron servir los intereses de las empresas norteamericanas y cuyo proclamado culto de la honestidad no obstaculizó sus excelentes relaciones con la oligarquía local–.
Este pequeño país de indios analfabetos y muertos de hambre se erguía sobre sus pies: Arévalo y Árbenz, elegidos sucesivamente por voto popular, habrían de encabezar la difícil aventura de la afirmación nacional. Nacional, digo, en un sentido que trascendía las fronteras de Guatemala: de estos gobiernos nacieron los mejores y más intensos esfuerzos por reconstruir, sobre nuevas bases, la perdida unidad centroamericana. Al haber sido desgarrada Centroamérica, como Latinoamérica toda, por las fronteras que el imperialismo consolidó o inventó para dominarla mejor, no será el imperialismo quien reconstituya la fracturada patria grande:
de los originales proyectos de Arévalo a la actual Sieca (Secretaría de Integración Centroamericana), media la misma distancia que separa a la Alalc (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio) de los sueños de Artigas o Bolívar. La llamada “integración centroamericana”, tal cual se está realizando, no produce otra cosa que la desintegración de las débiles industrias nacionales del área, en beneficio de la integración de los negocios de las empresas extranjeras: las operaciones se planifican a escala regional; ampliados los mercados y eliminados los impuestos y los controles, el saqueo imperialista cobra nuevas formas más eficaces. Hace veinte años, las tentativas de la revolución guatemalteca por agrupar política y económicamente a Centroamérica tenían por objeto superar la balcanización del área, en beneficio del área misma; se intentaba dar una respuesta común al común desafío del subdesarrollo, vencer la fragmentación para poder vencer la miseria y el atraso. Pero la Odeca (Organización de los Estados Centroamericanos), nacida de aquellas inquietudes en 1951, terminó convertida en un organismo enemigo del gobierno de Guatemala: lejos de romper el aislamiento de la revolución popular, lo agudizó. Fue una de las catapultas utilizadas por los Estados Unidos para bombardear y aniquilar, al cabo de una larga y terrible campaña, al régimen de Árbenz. La Sieca es, pues, hoy en día, una digna heredera de aquella Odeca.
Las proyecciones centroamericanas de la revolución guatemalteca no podían cristalizar sino a través de otras revoluciones que no se produjeron. De sus pequeños países vecinos, gobernados por hombres de paja de la United Fruit o por dictadores vitalicios, Guatemala no recibió otra cosa que hostilidad o indiferencia. Pero la revolución inició y siguió su curso dentro de fronteras, hasta que fue finalmente aplastada por tropas preparadas por la CIA en Honduras y Nicaragua. Sus conquistas están todavía muy vivas en la memoria del pueblo. Un vigoroso plan de educación fue puesto en marcha; los trabajadores del campo y de las ciudades se organizaron en sindicatos, protegidos por el Código del Trabajo. La United Fruit Co., un Estado dentro del Estado, dueña de la tierra, el ferrocarril y el puerto, exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de ser omnipotente en sus vastas propiedades. Las nuevas leyes laborales y de seguridad social hicieron posible el desarrollo del mercado interno, al aumentar el poder adquisitivo y el nivel de vida de los trabajadores. Mediante la construcción de carreteras y la creación del puerto de San José, en el Pacífico, se rompió el monopolio que la United Fruit ejercía sobre el transporte y el comercio. Se emprendieron ambiciosos proyectos de desarrollo económico, como las obras de electrificación del país, impulsados con capital nacional. “En Guatemala no hemos recibido empréstitos, porque sabemos muy bien que, cuando se reciben dólares con la mano derecha, con la izquierda se entrega soberanía”, había dicho Arévalo, un Arévalo por entonces bien distinto del que terminaría aconsejando la intervención armada contra la Revolución Cubana.
Guatemala empezaba a demostrar, a los ojos de toda Latinoamérica, que un país puede romper el subdesarrollo, salir de la miseria, sin humillarse como mendigo a las puertas del Imperio. Hubo una nueva Constitución, que por primera vez no fue una retórica trampa redactada por los doctores a espaldas de su pueblo, y hubo, sobre todo, una conciencia nueva: los obstáculos daban a Guatemala la certidumbre de su recién nacida fuerza. Los descendientes de los mayas estaban rescatando un sentido de la dignidad malherido desde los tiempos en que habían sido aplastados por la conquista española. El 17 de junio de 1952, el gobierno de Árbenz aprobó la ley de reforma agraria. Al dejar el gobierno, en su discurso de despedida, Arévalo había revelado que su administración había debido sortear treinta y dos golpes de Estado promovidos por la United Fruit Co. La reforma agraria era demasiado: resultaba un ejemplo insoportablemente peligroso para América Latina. La embajada norteamericana decidió que el gobierno de Árbenz olía fuertemente a comunismo y representaba un peligro para la seguridad del Hemisferio10. No era la primera vez que se calificaba así a un régimen nacionalista burgués con vocación de independencia. Ni Arévalo ni Árbenz se proponían, por cierto, la socialización de los medios de producción y de cambio: la ley de reforma agraria fijaba como objetivo esencial “desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la agricultura en general”. Al mismo fin estaban orientadas las demás medidas tomadas por ambos gobiernos. Esta “confusión” no sería la última, como lo demostró la sangre derramada en otros países en los años siguientes. La buena salud de las inversiones norteamericanas al sur del río Bravo y la política de poder de los Estados Unidos en su área natural de influencia se asientan sobre sagradas estructuras económico-sociales que determinan que en América Latina muera más de un niño por minuto de enfermedad o de hambre. Quien toque esas estructuras, comete sacrilegio: el escándalo estalla.
El crimen
Una aplastante campaña de propaganda internacional se puso en movimiento contra Guatemala. Desde allí viene la peste, se decía: “La Cortina de Hierro está descendiendo sobre Guatemala”. En los primeros meses del 54, más de cien mil familias habían sido ya beneficiadas por la reforma agraria, que sólo afectaba a las tierras improductivas y pagaba indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados. La United Fruit sólo cultivaba el 8% de sus tierras extendidas hasta los dos océanos: se empezó a distribuir sus inmensos eriales entre campesinos pobres que se disponían a trabajarlos. El presidente de la United Fruit advirtió en una entrevista confidencial: “De aquí en adelante, ya no se tratará del pueblo de Guatemala contra la United Fruit Co.; la cuestión se convertirá en el caso del comunismo contra el derecho de propiedad, la vida y la seguridad del Hemisferio Occidental”. La OEA se reunió para otorgar su bendición a la invasión que la CIA estaba preparando contra Guatemala. Entre los indignados demócratas que levantaron sus manos para condenar al régimen de Árbenz en la Conferencia de Caracas, figuraron entonces los representantes de los más sangrientos dictadores de la historia del continente, vivas garantías de la estabilidad de América Latina: Batista, Somoza, Trujillo, Pérez Jiménez, Rojas Pinilla, Odría: aun ahora, tanta corrupción sumada rompería cualquier computadora que se propusiera medirla. “No teníamos dudas ni esperanzas”, escribiría tiempo después, a propósito de la Conferencia, el canciller guatemalteco Toriello. Aquella fue la última vez, ya en vísperas de la agonía, que Guatemala pudo levantar su voz para expresar la política exterior independiente que había nacido con la revolución y con ella murió: en Chapultepec, en San Francisco, en Río de Janeiro, en Bogotá, y en muchas otras ciudades europeas y americanas había resonado con fuerza suficiente y con suficiente coraje como para que los Estados Unidos consideraran inadmisible la insolencia de aquel pequeño país.
La OEA dio su visto bueno y el militar de turno, Castillo Armas, graduado en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre Guatemala sus tropas entrenadas y pagadas por los Estados Unidos. La invasión, respaldada por el bombardeo de los F-47 piloteados por “voluntarios” norteamericanos, triunfó. Acorralado por el enemigo, traicionado por los jefes militares en quienes confió hasta el final, Árbenz no quiso, quizás no pudo, pelear. Aquella trágica noche de 1954, el pueblo escuchó por radio el texto grabado de su renuncia, no la esperada proclama de la resistencia11. Lo mismo ocurriría, después, con otros líderes de movimientos semejantes en América Latina: caudillos populistas o presidentes con intenciones reformistas de carácter nacionalista burgués terminarían sus días en el poder abandonándolo sin sangre; asustados, quizás, por las contradicciones que habían desencadenado y temiendo ser desbordados por las fuerzas populares que habían puesto en movimiento, ni Perón, ni Bosch, ni Goulart entregaron armas a los trabajadores para la defensa de sus regímenes enfrentados al desafío de sucesivos golpes militares.
Poco tiempo después de la invasión de Guatemala, ya se reconocía oficialmente, desde Washington, que la maquinaria del crimen había sido montada, aceitada y puesta en funcionamiento por manos norteamericanas. Fue un lindo trabajito de la CIA: uno de sus directivos, el general Walter Bedell Smith, pasó a integrar un año después el directorio de la United Fruit, en uno de cuyos sillones se había sentado ya Allen Dulles, por entonces hombre número uno de la Agencia Central de Inteligencia. El hermano de este, John Foster Dulles, había sido el más impaciente de los cancilleres en la reunión de la OEA. Se explica: en su escritorio de abogado se habían redactado los borradores de los contratos que la United Fruit firmó con el gobierno de Guatemala en 1930 y 1936.
Las recompensas
Castillo Armas cumplió su misión. Devolvió las tierras ociosas expropiadas a la United Fruit y otros terratenientes y entregó el subsuelo de 4 600 000 hectáreas, casi la mitad del país, al cártel internacional del petróleo. El Código del Petróleo fue redactado en inglés y llegó en inglés al Congreso: se tradujo al español a petición de un diputado que todavía tenía un resto de vergüenza. La revolución se había negado a entregar el petróleo, pese a las presiones ejercidas durante su década de gobierno. “¿Para quiénes guardan ustedes ese petróleo?”. “Para Guatemala”, había contestado Arévalo a un agente de la Standard Oil. Hoy día, el cartel mantiene en reserva, sin explotarlos, los yacimientos donde se ha detectado existencia de petróleo, una política que también practica en otros países latinoamericanos.
Castillo Armas gobernó a sangre y fuego. Clausuró los diarios de la oposición, que habían funcionado libremente en tiempos de Árbenz, y envió a la cárcel, la fosa o el exilio a los militantes políticos democráticos y a los dirigentes sindicales y estudiantiles. Por fin, él mismo fue asesinado. Eisenhower lloró su muerte: “Es una gran pérdida para su propio país y para todo el mundo libre”, dijo. Tras nuevas elecciones anuladas y una junta militar de efímero gobierno, ganó la presidencia el general Ydígoras Fuentes. Antes de la invasión de Castillo Armas, el propio Ydígoras había sido invitado por la CIA a encabezar la expedición. Él mismo cuenta, ahora, que rechazó la oferta: entrevistado por la periodista Georgie Anne Geyer en San Salvador, Ydígoras dice que, no bien ganó las elecciones, fue abordado por cuatro hombres de la CIA que lo amenazaron con tomar represalias si no pagaba el saldo de la deuda de tres millones de dólares que Castillo Armas había contraído para financiar su invasión teñida de Gloria.
Ydígoras ratificó con su firma un inconstitucional y bochornoso convenio de garantías a las inversiones extranjeras establecidas o por venir, que sirvió posteriormente de modelo a otros gobiernos latinoamericanos con ideas no menos dudosas sobre la dignidad nacional. Hizo, también, su propio ensayo de reforma agraria –con características tan singulares que sólo resultaron beneficiados los grandes terratenientes, según lo establece un reciente informe oficial–. Fue Ydígoras quien ofreció tierra guatemalteca para el entrenamiento de las fuerzas que se lanzaron al asalto de las playas cubanas en abril de 1961, a cambio de algunos compromisos de ayuda a su gobierno. Pero no por ello sus negocios con la CIA dejaron de ser ruinosos: todavía se queja, amargamente, de que los Estados Unidos no cumplieron con las condiciones del acuerdo y dice que obtuvo la cuota de azúcar que se le había prometido sólo cuando amenazó con boicotear las conferencias de la Alianza para el Progreso.