Necesidad de un nuevo contrato de género para la eficiencia económica y la equidad social.
Escuchá este artículoLeído por Abril Mederos
Esta nota forma parte de un ciclo de artículos que está publicando la diaria sobre dinámicas de población y su vínculo con el desarrollo, en una iniciativa conjunta con el Fondo de Población de la Organización de las Naciones Unidas.
Joe Biden ha sorprendido a propios y ajenos y está impulsado una transformación radical del sistema de bienestar en Estados Unidos. Su norte, su objetivo primordial, es apoyar dos objetivos simples: la baja de la pobreza infantil y la compatibilización de la emancipación económica de las mujeres y sus cargas reproductivas mediante asignaciones familiares universales, sistemas de licencias familiares y apoyo financiero a las familias con hijos que requieren sistema de cuidados tempranos. Si ello sucede, Estados Unidos se unirá a las naciones desarrolladas que han logrado con éxito enfrentar las nuevas etapas demográficas mediante una alianza con las mujeres y las familias jóvenes con hijos pequeños como parte de una estrategia de equidad social y eficiencia económica. Maxine Eichner, en su libro The Free Market Family: how the market crashed the American Dream and how it can be restored, abogaba por estos cambios como forma de potenciar las capacidades económicas de las mujeres y garantizar el bienestar de las familias jóvenes con hijos. Su texto se lee como la hoja de ruta de Biden.
La situación en Uruguay
Los datos recientes que surgen de la última encuesta de hogares muestran que una pauta problemática en el país se ha agudizado en 2020. Las mujeres presentan tasas de participación laboral y empleo más bajas que los hombres y tasas de desempleo más altas, además de brechas salariales importantes. La pobreza infantil ha aumentado y lo ha hecho en mayor medida que la pobreza general de la población. Estos dos resultados, como veremos más adelante, están vinculados entre sí.
Resulta claro que los derechos de las mujeres se ven vulnerados, generando guarismos sistemáticamente peores para estas en el mercado laboral. Pero en esta nota quisiéramos indicar que tales problemas no refieren solamente a un problema de derechos. Existen tres efectos negativos de estas realidades sobre el desarrollo del país: el impacto negativo sobre la eficiencia y el crecimiento económico, el impacto negativo sobre los equilibrios fiscales del Estado, y el impacto ampliado sobre la vulnerabilidad y la pobreza de amplios sectores de población, especialmente sobre los más pequeños. Todo ello conspira, en definitiva, e inhibe una ruta virtuosa adaptativa ante las transformaciones demográficas que enfrenta y enfrentará con mayor intensidad el país en la próxima década y la siguiente. Entender las transformaciones familiares, tanto en sus arreglos como en el rol de la mujer en el mercado laboral y en las familias, es una clave poblacional que nos puede ayudar a pensar qué políticas se requieren para el futuro.
Tendemos a pensar que es en el mercado y eventualmente en el Estado en donde se producen y asignan recursos, bienes y servicios, y en donde se coordinan agentes individuales (personas) o colectivos (empresas, por ejemplo). Pero existe otra esfera fundamental en la asignación de recursos, la producción de bienes y servicios y la coordinación de agentes: la familia (a ello se podría sumar la sociedad civil o la esfera comunitaria). Las familias son, por supuesto, más que ello, en tanto proveen afecto y sentido de pertenencia.1 Pero tan sólo en estas otras facetas más “materiales” pensemos que las familias producen servicios educativos, de alimentación, de limpieza, de transporte, de cuidados y de salud, por nombrar tan sólo los más evidentes.
Las familias también asignan estos productos y servicios y otros recursos de ciertas maneras entre cónyuges, hijas/os, hermanas/os, abuelas/os, etcétera. Las familias son también una forma de aseguramiento ante eventos adversos y una forma de utilizar recursos entre varios integrantes para dicho aseguramiento, para realizar inversiones y para emprender actividades económicas. Una parte muy importante de las funciones mencionadas descansa en los hombros de las mujeres. Especialmente el trabajo no remunerado de estas permite que otra parte de la población se alimente, tenga ropas limpias, reciba cuidados cuando se enferma, se eduque y aprenda pautas de sociabilidad, incorpore conocimiento y desarrolle un conjunto de capacidades para la autonomía y el funcionamiento cotidiano. Familias debilitadas en dichas funciones y capacidades implican poblaciones, y especialmente poblaciones jóvenes, con subinversión en sus capacidades humanas. Por otra parte, el contrato idealizado que de alguna manera estructura y legitima estas dinámicas de producción y asignación de recursos es, aún hoy, en nuestro país, uno de naturaleza patriarcal, en donde el hombre se asume como el principal ganapán y la mujer como la principal cuidadora y trabajadora en el hogar. Este no es un contrato entre iguales, sino una relación de dominación. Pero además, dicho “contrato” es hoy irreal, ineficiente e ineficaz para enfrentar la nueva etapa demográfica del país.
Recordemos que entre las opciones que presentábamos en la nota anterior para enfrentar el envejecimiento poblacional se planteaban, entre otras, dos particularmente relevantes para esta nota: tasas de participación laboral femenina remunerada altas y homogéneas, y baja pobreza infantil. El contrato patriarcal, combinado con la desigualdad socioeconómica de base, conspira contra ambos objetivos.
El empoderamiento económico de las mujeres: tendencias regionales y en Uruguay
El empoderamiento económico de las mujeres ha aumentado notablemente entre 1980 y 2010 en casi todos los indicadores tradicionales, como las tasas de actividad, las tasas de empleo, la proporción de mujeres sin ingresos propios y los niveles generales de salarios e ingresos.
Más mujeres en el mercado laboral pueden explicarse por la disminución de los empleos tradicionales dominados por varones en las fábricas y la agricultura y por la aparición de nuevos tipos de empleos en la economía de servicios (debido al desempleo masculino o los menores ingresos masculinos). Estos cambios en los sectores económicos que favorecieron la demanda y oferta de más mujeres en el mercado fueron muy marcados entre las décadas de 1980 y 2000, pero continúan en el siglo XXI.
El otro elemento impulsor del empoderamiento económico de las mujeres es de naturaleza social: disminución del número de hijos/as y postergación de la edad del primer hijo/a junto con la transformación de las familias (Esteve y Lesthaeghe, 2016). Estas últimas pueden resumirse en: 1) la reducción del tamaño promedio de los hogares, 2) el aumento relativo de los hogares unipersonales y monoparentales, 3) el aumento de la jefatura femenina de los hogares, 4) la reducción y retraso de la nupcialidad, 5) el aumento de las uniones consensuales, 6) el incremento de rupturas conyugales, y 7) el aumento de hogares compuestos o reconstruidos (Esteve y Lesthaeghe, 2016).
Por otro lado, las mujeres se han vuelto, en promedio, más educadas que los varones, tanto cuando consideramos las tasas de egreso de la secundaria como las tasas de matrícula terciaria (y en menor medida de egreso). En definitiva, en los últimos 25 años, las mujeres tienen menos hijos, los tienen –especialmente en los estratos medios y altos– más tarde y tienen mucho más control sobre sus elecciones reproductivas que en el pasado.
Pero otro motor de empoderamiento económico es la participación en la fuerza laboral y el empleo en sí mismo. Esto se debe a que el empoderamiento económico de las mujeres se alimenta a sí mismo por al menos cuatro razones. En primer lugar, las mujeres adquieren experiencia, currículum, reconocimiento y capacidad de negociación en el mercado laboral. La segunda razón es que el empleo proporciona otros beneficios económicos que se obtienen mediante la protección social y la seguridad social. El acceso a las pensiones, la licencia de maternidad remunerada, el seguro médico y las prestaciones por desempleo están mediados por la participación (generalmente formal) en el mercado laboral. Si bien no todas las mujeres acceden a este tipo de empleo, la formalización es mayor en la actualidad. En tercer lugar, hay un cambio intergeneracional e intrageneracional en los modelos a seguir. En el pasado los niños y niñas que estaban expuestos o criados en un modelo tradicional de varón proveedor no tenían modelos a seguir para emular y presionar hacia un modelo pospatriarcal más igualitario de “dos proveedores, dos cuidadores”. Ello cambia en la medida en que crecen los ejemplos de nuevos modelos de rol de la mujer. Si bien esto no es lineal ni determinista, sí afecta las decisiones que tomarán las niñas y los niños a medida que crezcan y enfrenten dilemas emancipatorios (fin del estudio, dejar la casa paterna, ingresar al mercado laboral, tener hijos).
Finalmente, se observa un efecto de retroalimentación que no suele considerarse y que resulta de gran importancia: la autonomía económica y el empoderamiento de las mujeres afectan su poder de negociación y su posición dentro del hogar. Como Nancy Folbre (2002) ha argumentado, uno de los caminos críticos a través de los cuales se reproduce la falta de poder económico autónomo de las mujeres es despojar o reducir el poder de negociación de las mujeres con respecto a las decisiones “íntimas” y otras decisiones familiares que a su vez afectan sus posibilidades de acceder a un trabajo remunerado.
Una menor autonomía económica obstaculiza la posición de las mujeres en caso de disolución conyugal, lo que, por supuesto, a su vez, afecta su posición de negociación en innumerables asuntos durante su matrimonio o unión. A su vez, existen otros tres factores –además de su autonomía económica– durante la unión que afectan fuertemente su posición: tener o no tener hijos, las reglas y regulaciones con respecto a la distribución de la propiedad y las responsabilidades de los padres en caso de una disolución (incluidas las normas de pensión alimenticia/manutención de los hijos/as y su cumplimiento) y otras políticas relacionadas con la familia en los servicios y el apoyo monetario (sistemas de cuidados, transferencias monetarias, sistemas de licencias, etcétera).
En forma sintética se pueden señalar algunas tendencias actuales en América Latina y Uruguay respecto del empoderamiento económico y el bienestar de las mujeres tanto en términos de resultados como de políticas relacionadas:
- El empoderamiento económico de las mujeres sigue truncado, no simplemente porque todavía existen brechas persistentes entre varones y mujeres en términos de participación en la fuerza laboral, empleo, desempleo y salarios, sino también debido a una desigualdad más crítica y subyacente. Si bien las mujeres han aumentado su participación en el mercado, los varones no han aumentado su participación en el trabajo no remunerado. El Estado en Uruguay ha mejorado su rol en materia de apoyo a las familias jóvenes con hijos pequeños mediante las asignaciones familiares, la reforma en el sistema de licencias maternales y parentales y la expansión de la educación preescolar y los cuidados infantiles tempranos. Pero aún falta avanzar en disminuir la carga de trabajo no remunerado de las mujeres mediante estas políticas y mediante incentivos y regulaciones que aumenten la disposición de los varones hacia el trabajo no remunerado.
- El bienestar económico de las mujeres se ha vuelto menos dependiente de los varones, haciéndolas más capaces de salir de las uniones conyugales si así lo desean. La contribución de los varones al bienestar de las mujeres también se ha vuelto menos confiable. A medida que el contrato varón proveedor-mujer ama de casa se rompe dentro de las familias, los varones son más propensos a abandonar el lado cooperativo y protector de dicho contrato. Las tasas de disolución conyugal, la maternidad de mujeres sin pareja y el rápido aumento de hogares monoparentales de mujeres documentan tales tendencias. El Estado en América Latina, y en menor medida en Uruguay, corre detrás de dichos procesos y no proporciona normas adecuadas, como la aplicación de normas de responsabilidad paterna, pensión alimenticia y manutención de los hijos, ni apoyo específico en forma de transferencias, servicios y políticas activas del mercado laboral dirigidas a hogares de mujeres con hijos/as (Blofield, Filgueira y Martínez, 2019).
- El bienestar económico y el empoderamiento de las mujeres están altamente estratificados entre mujeres de diferentes niveles socioeconómicos. Dicha estratificación no se debe simplemente a los diferenciales en educación y oportunidades generales. Las mujeres en América Latina viven en diferentes regímenes de género según la clase. La fecundidad, la educación, la conyugalidad y el empoderamiento económico muestran gradientes consistentes según estratos socioeconómicos. El Estado no ha podido promover políticas que combinen el empoderamiento de género con diferenciales menos sobresalientes en dicho empoderamiento con respecto a la clase. Blofield y Haas (2011) proponen un argumento simple pero poderoso con respecto al problema de la agenda de las mujeres en América Latina: la agenda feminista y la agenda redistributiva permanecen separadas, y esto limita fuertemente la capacidad de construir coaliciones amplias y estables que sean sensibles al género y la clase.
Repensando las transferencias intergeneracionales
Recordemos que en la nota anterior presentábamos un gráfico que mostraba cómo a lo largo de la vida las personas generan ingresos y los consumen. Esto generaba una estructura de campana en la generación de ingresos y una línea más estable a lo largo de la vida en el consumo de ingresos. Así existía una población deficitaria –que consumía más ingresos que los que generaba–, compuesta por la infancia, la adolescencia y los adultos mayores, y una población superavitaria, que generaba más ingresos que los que consumía. Dicho superávit se distribuía mediante la acción de las familias o mediante el Estado hacia las poblaciones deficitarias. Sin embargo, este modelo de cuentas nacionales intergeneracionales remite tan sólo a los aspectos monetarios o monetizados: ingresos, gasto público, tributos, etcétera. ¿Qué sucede si consideramos ya no las curvas monetarias de trabajo y consumo, sino los tiempos de trabajo no remunerado y las demandas de cuidado?
El gráfico que mejor representa esta realidad es el de las cargas de trabajo no remunerado a lo largo del ciclo de vida de las personas. Como puede observarse, se produce también una suerte de campana en la que en las edades típicamente reproductivas y de crianza (entre los 21 y los 35 años) se puede constatar un importante crecimiento de las horas de trabajo no remunerado. Ello es justamente la demanda no monetizada de trabajo que la población infantil, adolescente y adulta mayor requiere y que los adultos en edades reproductivas y activas proporcionan. Luego de una cierta caída hasta los 50 años, podemos observar nuevamente un leve incremento en las edades entre los 50 y 60 años y con leves variaciones hasta los 70 para luego caer nuevamente. En definitiva, las dos jorobas que podemos ver refieren a edades típicas en que la población adulta cuida y trabaja en forma no remunerada para cubrir las necesidades de la población muy envejecida y para niños y adolescentes. Lo que estos promedios por tramos etarios esconden es la enorme diferencia en estas cargas y producción de valor social entre hombres y mujeres. El siguiente gráfico permite justamente identificarlas. Las mujeres dedican a lo largo de su vida entre dos y casi cinco horas más de trabajo no remunerado que los hombres.
En definitiva, de la misma manera que se requieren transferencias intergeneracionales en el modelo monetario hacia los más jóvenes y hacia los más viejos, una pauta similar se da en materia de trabajo no remunerado. Los adultos en edades activas dan tiempo neto para cubrir a las poblaciones que requieren servicios de cuidados y apoyo en tareas del hogar para la producción de bienes y servicios (la población dependiente). Las mujeres son las que más tiempo dedican a dicho esfuerzo. La contracara de ello es que los hombres son los que más tiempo dedican a la generación de ingresos.
Esta pauta en la división sexual del trabajo se encuentra además fuertemente estratificada por clase social. Como puede verse, las mujeres del quintil 1 dedican mucho más tiempo al trabajo no remunerado y mucho menos al remunerado. Las edades en que esto se percibe con mayor claridad son las edades reproductivas tempranas, en las que en promedio las mujeres del quintil 1 dedican entre siete y ocho horas entre los 21 y 25 años y ocho horas o más entre los 26 y los 30 años. Ello disminuye a seis horas máximo en las mujeres del quintil tres y a poco más de cuatro horas máximo en las mujeres del quintil 5 o más rico. Los hombres, por su parte, sin importar el quintil de ingresos, dedican la mayor parte de su tiempo al trabajo remunerado y muy pocas horas al trabajo no remunerado. Ello se constata también en el gráfico de la derecha, en el que los hombres, sin importar el quintil o la edad, nunca dedican más de tres horas al trabajo no remunerado.
Ahora bien, tal realidad implica que las mujeres con niños pequeños de los estratos medios bajos y bajos pagan un significativo costo en materia de autonomía económica, ya que por sus cargas de trabajo no remunerado no pueden incorporarse plenamente al mercado laboral. Ello de por sí afecta la capacidad de generación de ingresos de estos hogares. Pero además, en un contexto en que aumenta la monomaternalidad derivada de la separación y divorcio, ello implica una enorme vulnerabilidad a la pobreza en estas mujeres y en sus hijos. Recordemos, por otra parte, que estas mujeres están en promedio más educadas que sus pares varones, pero presentan mucho más bajas tasas de participación laboral, lo cual implica un uso asimétrico e ineficiente del capital humano nacional. Por todo ello, tal realidad conspira contra la eficiencia económica y contra la equidad social.
Un contrato diferente se hace necesario. Por un lado, es fundamental que hombres y mujeres compartan en mayor medida las cargas de trabajo no remunerado. Por el otro, es clave que el Estado se haga presente ofreciendo servicios de cuidado para los adultos mayores y muy especialmente para la primera infancia y la infancia temprana, de tal manera de liberar parte de la carga de trabajo no remunerado de las mujeres y así incrementar las chances de la incorporación de estas al mercado laboral. Pero esto, que es indispensable para las mujeres de los sectores populares, también lo es para las mujeres de sectores medios. La razón es que, de no mediar estas adaptaciones, dichas mujeres sólo tienen una forma plausible de lograr su inserción laboral y carreras estables en el mercado: la supresión de la fecundidad. Si el castigo a la maternidad en los sectores medios es muy alto, la tendencia inevitable será la de evitar las cargas reproductivas. Ello ya se puede constatar en el país. La caída de la fecundidad ha sido liderada por los sectores medios y ahora también por los sectores de ingresos medios bajos. Una estrategia exitosa entre 2014 y 2019 para disminuir la maternidad no planificada en adolescentes también ha contribuido a disminuir la fecundidad en los sectores más pobres. Pero no existe otro camino para moderar la caída de la fecundidad que no sea atacar el castigo económico que implica la maternidad en las mujeres. Dicho castigo no es inevitable. Las sociedades que mejor se han adaptado a estos desafíos lo han logrado con acciones del Estado que modifican los costos y beneficios de las cargas reproductivas.
Recordemos también que el actual sistema de seguridad social en materia de erogaciones en jubilaciones y pensiones requiere 5 puntos del producto interno bruto provenientes de rentas generales para cubrir el déficit entre erogaciones y aportes de empleados y empleadores. El aumento de las tasas de participación laboral femenina y de sus tasas de empleo contribuiría y mucho a moderar este rojo fiscal estructural. Pero para ello es necesario invertir en aquellas políticas públicas que liberan a las mujeres de una sobrecarga de trabajo no remunerado e incentivar la corresponsabilidad de los cuidados entre hombres y mujeres. Los sistemas de asignaciones familiares, las licencias maternales, paternales y familiares y los sistemas de cuidados a la infancia y adultos mayores de calidad son los caminos disponibles desde la política pública.
A modo de cierre
Conceptualmente, el empoderamiento de las mujeres implica al menos tres dinámicas y objetivos que erosionan los regímenes de género tradicionales basados en el modelo de proveedor tradicional y mujer ama de casa: i) el reconocimiento del valor del trabajo no remunerado, ii) la generación de las mismas oportunidades para varones y mujeres en el ingreso, empleo y remuneración del mercado laboral, y iii) la redistribución de la carga de cuidados y de trabajo no remunerado entre ambos sexos. Tal objetivo se puede lograr mediante una disminución de la carga de trabajo no remunerado de la mujer, siendo este sustituido parcialmente por servicios desde el Estado o el mercado, o mediante una redistribución del trabajo no remunerado entre varones y mujeres dentro del hogar.
El empoderamiento de las mujeres plantea cinco desafíos para la política pública: la expansión de la cobertura y calidad de servicios/prestaciones de cuidados a niños/as y a personas dependientes (que requieren apoyo para las necesidades de la vida cotidiana), leyes de no discriminación en el mercado laboral, políticas activas en el mercado laboral que favorezcan a las mujeres, y políticas que permitan articular el trabajo remunerado y las responsabilidades de cuidado. Se puede plantear dos desafíos adicionales en este sentido. Las políticas públicas deben favorecer la capacidad de las mujeres de decidir sus opciones reproductivas, ya que ello constituye una decisión vital y económica clave que afectará sus chances de incorporación o permanencia en el mercado laboral. En segundo lugar, las políticas y marcos regulatorios del Estado deben promover un adecuado reconocimiento del valor del trabajo no remunerado durante las uniones conyugales y en la eventualidad de su disolución.
En los últimos años, si bien se han incrementado las tasas de actividad femeninas y se han favorecido las políticas públicas que promueven el empoderamiento económico, dos hechos plantean serias dudas sobre cuánto progreso adicional se puede esperar. Por un lado, la incorporación de las mujeres al mercado laboral se ha enlentecido marcadamente en los últimos años en América Latina y en Uruguay (Filgueira, 2019). Por otro lado, tanto la participación laboral como el acceso de las mujeres a algún tipo de autonomía económica permanece altamente estratificado según nivel socioeconómico (ONU Mujeres, 2018). En línea con lo último, la división sexual del trabajo tradicional en el hogar se transforma de manera desigual en distintas mujeres de ingresos bajos, medios y altos. Por lo tanto, se puede decir que en América Latina y en Uruguay la revolución silenciosa de las mujeres se encuentra truncada y además altamente segmentada (ONUMujeres, 2018). Completar esta revolución y acabar con dicha segmentación son tareas complementarias y necesarias para un país más próspero e igualitario.
Cuatro países seleccionados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) enfrentaron a partir de los años 70 los desafíos del cambio en la estructura de edades y la necesidad de incrementar la participación laboral de las mujeres como forma de contribuir a mejoras en la equidad social y la eficiencia económica. Estados Unidos optó por un modelo de mercado para lograr dichos ajustes. Los países nórdicos lo hicieron mediante la reingeniería institucional por la que se aboga en esta nota. Las razones de los diferentes niveles de avance en la productividad no se restringen a estos factores. Pero creemos que una parte importante sí responde a dichas diferencias en materia de políticas públicas. Mientras que los países nórdicos apostaron a una alianza entre Estado, familias, mujeres e infancia, Estados Unidos esperó que fuera el mercado el que ajustara y adaptara la estructura de incentivos. La evidencia sugiere que hubo una ruta más eficiente y otra menos eficiente.
Uruguay ha hecho inversiones en el pasado reciente en la dirección correcta, aunque se constaten insuficiencias. Uruguay está a tiempo de elegir qué ruta prefiere, pero los plazos se acortan y las oportunidades no se repiten indefinidamente. La alianza del Estado con las mujeres, las familias –en toda su diversidad– y los pequeños parece ser no sólo la más humana, sino también la más eficiente para el desarrollo económico y social. Resta ver si existe una economía política y una voluntad acorde que permita avanzar en esta dirección.
Fernando Filgueira es jefe de la oficina del Fondo de Población de la Organización de las Naciones Unidas y docente titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.
- Pueden también ser fuente de alienación, dominación y maltrato por supuesto, pero estamos aquí enumerando las funciones positivas. ↩